domingo, 1 de enero de 2012

La batalla de Baijy.

El Sol salía tímidamente por el horizonte; por kilómetros no se veía nada más que el mar, un mar extremadamente calmo como si ignorará que dentro de algunas horas, varios litros de agua roja le serían añadidos así como miles de kilogramos de piedras de hierro.
En la pequeña isla de Baijy, sus primitivos habitantes sabían que no podrían oponer resistencia a los dos ejércitos invasores que ambicionaban esa estratégica posición que les permitiría invadirse mutuamente; los ejércitos apostados a ambos lados de la costa se preparaban para dirimir el destino de la guerra en esa batalla. La única ventaja de los habitantes era esconderse en la espesa jungla de la isla para defenderse en una guerra de guerrillas sin ninguna, o casi ninguna, posibilidad de éxito.
En el mar, dos bandos se acercaban, el ejército blanco dirigido por su deslumbrante presidente en una enorme galera blanca seguida de otras tres galeras llenas de soldados preparados para abordar a las naves enemigas, aquellas que identificadas con el color negro, se encontraban con su prestigioso emperador en esos imponentes galeones sobrecargados de cañones listos para disparar. Los blancos se dispusieron en una posición donde rodearlos sería fácil, mientras los negros los rodeaban rápidamente.
En el interior de la jungla, los habitantes de Baijy se espantaron al escuchar un sonido parecido a truenos que daban contra árboles. Los cañonazos que recibió la armada blanca que la devastaron, como a su vez la misma armada logró un efecto parecido al ensartar a la flota negra con enormes garfios para mantener las plataformas de abordaje, sonido que en Baijy se interpretaría durante siglos como el de grandes lanzas atravesando troncos.
Los pocos soldados blancos que quedaron, masacraron a los levemente armados, soldados negros, que usaban sus cañones para hacer volar por los aires a sus enemigos, lo que generaba como efecto la destrucción de sus propios barcos. Al final de la batalla, en la jungla de Baijy, todos los que allí estaban escondidos, quedaron estupefactos ante el silencio sepulcral que sobrevino de un segundo a otro.
Ellos lentamente se fueron acercando a las costas de la isla para observar a un Sol caldeado en amarillo y un mar bañado de rojo con grandes rayos marrones como flotando y enormes piedras oscuras, relucientes a la luz solar, y una gran masa de aire gris elevándose.
En esta tarde, sólo ellos, sin dañar a nadie, eran los únicos invictos.

Fabián Javier Barloco Niño.
Ados 5, 16 años.      



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