domingo, 1 de enero de 2012

La ciudad de los Muertos.

En la espaciosa biblioteca, no se veía más que a un joven llamado Daníel, rodeado por una montaña de libros y una noche tormentosa. Este joven, se inquietaba de tanto en tanto al no encontrar el objeto de su búsqueda; arrojaba los libros con desprecio y se lanzaba a la lectura del siguiente, hasta que este también lo decepcionare; el episodio se repitió incesantemente y en la apagada biblioteca sólo se oían sus hirientes quejas. Un trueno cayó y con él, Daníel se desvaneció en un profundo sueño.
Despertó en un lugar sombrío pero extremadamente blanco, esos lugares que por ningún motivo dan temor y por todas las razones dan escalofríos. Era una sala espaciosa y de techos a los que no llega la vista, encerrada en una pared de mármol más blanca que la luz y en cuyo extremo hubiera una puerta tallada en la misma piedra antes nombrada. De altura inimaginable, la puerta era gigante; Daníel la miró indiferente a ella con el corazón congelado y los sentidos dormidos. De pronto de algún lugar surgió un pequeño y escurridizo gato negro como el carbón, sus sentidos despertaron y su miedo se olvidó; buscó agarrarlo y perseguirlo olvidando el escalofrío por el lugar desconocido en el cual se hallaba y el esfuerzo sobrehumano por atrapar a esta bestia tan veloz. Sin pensarlo el gato pasó la puerta como un fantasma, pero él, olvidado del mundo que lo rodeaba, se golpeo contra ella.
Una antorcha en el fondo de la habitación se encendió y de sus llamas hielo brotó, Daníel recordó su temor, olvidó que no creía en Dios y al cielo oró. Desde el fuego helado salió una voz: “¿Quién eres tu?¿Quién osa perseguir a mi gato, fiel sirviente, y franquear la puerta a mis lares?”, Daníel congelado por el terror, no pudo articular palabra aunque su cerebro así se lo ordenó. La voz volvió hablar: “¿Quieres conocerme?” A lo que Daníel contestó:” ¿Quién eres tó?”, con un temor que se desvanecía y una seguridad que se recuperaba. Nuevamente la voz se elevó desde la llama de hielo: “Si no me conoces, aunque te lo diga, no me conocerás”, el joven razonó que era lógico y contestó con una seguridad que jamás había tenido: “¿Dígame, qué debo hacer para conocerlo?” Daníel esperó expectante y no hubo respuesta: la llama se apagó; se acercó unos pasos lentamente y una voz del techo resonó: “¿Qué estarías dispuesto a entregar?”; ante este argumento él se preparó para responder negativamente ante la desconfianza que le suscitaba, cuando el gato negro reapareció y se dirigió a la puerta que franqueó con la misma facilidad que la vez anterior. Sus miedos y desconfianzas nuevamente se desmayaron ante la figura de tan bello animal, su boca habló por sí sola: “Sí me permite franquear la puerta, le daré lo que sea”; “Toca el fuego, simple mortal –proferido por una voz que a una persona despierta le haría desistir de cualquier proyecto -, nuestro trato estará hecho y cruzarás esta puerta”. Daníel lo tocó y la llama se desvaneció, en sus manos una quemadura sin dolor se formó en su dedo anular cubriéndole la totalidad del mismo. Se paró delante de la puerta, y lanzó una última vista a aquella habitación, el color blanco de las paredes se había vuelto gris, y a cada segundo, partes de las paredes caían liberando a la habitación de esas pesadas piedras; la puerta, otrora de blanco mármol, de bronce oxidado se volvió, con un solo toque se abrió y sin pensarlo, la franqueo.
De golpe, su cuerpo se sintió más ligero, y en un abismo de conciencia cayó, su cuerpo transitó levitando sobre sus pies, siguiendo un camino de material difuso, que no lograba ni le interesaba conocer. Inesperadamente el gato apareció y con la vista fija en él, nuevamente a la carrera se lanzó; hasta que ante sus ojos el camino terminara y el gato negro se inclinara ante un trono de mármol negro destruído y resguardado por telarañas donde un anciano de barbas y abundante cabello blanco, con uñas afiladas como espadas y un cuerpo raquítico como si fueran huesos; se sentaba sereno y distante, sosteniendo una enorme esfera de hierro oxidado en su mano izquierda y una jaula oxidada en la otra, llena de bestias extrañas pero comunes para los humanos. El gato, después de arrodillarse, saltó a la jaula convirtiéndose en un ser compuesto únicamente por huesos y la nada. Daníel se detuvo, movimiento acompañado por su corazón; el anciano habló: “Muy bien gatito, has cumplido tu labor”, Daníel, petrificado por el miedo apenas escuchó estas palabras, y la voz continuó: “¿Y tú? ¿No querías conocerme?”. Con un esfuerzo, que superó a una congelación completa y a un terror permanente, logro articular dificultosamente un “Sí”. El anciano se río, y con una voz de tempano contestó: “Yo soy, esta es mi tierra: yo señoreo sobre todo y poseo la nada; mía es la destrucción, vuestra es la creación” Daníel lo pensó pero no deslucidó, camuflando el hecho, preguntó:” ¿Quién es ese gato?”; “Tú lo debes de saber” contestó la voz congelada del blanco anciano. Daníel recuperó un poco de su calor y con esas pocas fuerzas dijo: “No lo sé”, “¿No los sabes?, es claro tu me buscabas en una tarde sombría y en horas desconsoladas, es lógico que no los sepas” contestó la voz de manera automática, como si el argumento hubiera sido repasado y ensayado multiplicidad de veces.
Daníel lo miró fijo, miró para atrás al camino; y se lanzó a correr, más rápido aún que cuando persiguiere al gato pero con plena conciencia. Su cuerpo se lanzó pero enormes cadenas se lo impidieron; tras la desilusión de no poder escapar, se volvió hacia sus cadenas: del color del hierro eran, aunque mirándolas fijamente, eran de hielo proveniente del anciano y de su trono todopoderoso. Sus ojos volaron hacia donde su cuerpo no pudo acompañarlo: una esfera de un celeste desgastado era el cielo coronado por un Sol negro que emitía oscuridad, en la tierra un pasto seco y muerto era el lugar de estatuas de madera podrida, cada una con rostros y figuras particulares que crecían del suelo cual árboles; el camino no era de otra cosa, sino polvo. Una tierra enferma, sin vida y sin sentimientos, en donde reina el ostracismo personal.
Volviéndose al anciano, le inquirió: “¿Qué hago yo aquí?”, nuevamente se produjo la respuesta automática y ensayada: “Tú querías conocerme, que mejor forma que trayéndote a mi reino”. Daníel recordó y atacó: “Tu nos envidias…- tomó aire sin saber que decir- y…”, “…los desprecio” concluyó el anciano interrumpiendo la frase de Daníel. “Vosotros sois bestias extrañas: gozáis de vida y os centráis en mi, me construís palacios y suntuosas mansiones que no habitaré, me regaláis ciudades que me son arrebatadas por mi propio poder”. “¿Cuál poder?”- fue la respuesta de Daníel ante el cúmulo de ideas presentadas por el anciano, él cual contestó: ¿Mira a todas las criaturas a tu y a mi alrededor? Daníel tragó saliva e iluminado desde el exterior, brotó calor interno de él derritiendo las cadenas y escapando con la velocidad de un rayo. En un instante tocó la puerta de bronce. Sus manos se convirtieron en innombrables heridas que no profirieron gota de sangre ni dolor alguno, fruto de golpear afilado diamante que cubría la otrora franqueable puerta que lo condujo a ese mundo de pesadilla. Sus ojos perdieron el color y su luz interna se apagó, hasta que una mano helada pero hirviendo comparada a su cuerpo lo toco: “Es la hora” con una voz que en el contexto expidió candor y le devolvió lentamente los colores. En el suelo algo cayó, Daníel identifico inmediatamente esto con la esfera de hierro, a lo que él preguntó: “¿Qué es esa bola de hierro?”, “Míralo por ti mismo”; despreocupado de su entorno e indiferente de la vida que ya no tenía, alzó una pesada mirada sobre dicha esfera que se hallaba abierta: una enorme luz celeste emanaba de un hermoso plasma en donde se desarrollaban todas las actividades del hombre y donde todas sucumbían.
Él se paró decidido a cumplir lo prometido, el anciano le señaló una estatua de madera con su figura que se abrió para que él pasara. “Es el primer rostro humano que, hecho en madera, han presenciado mis ojos” dijo el anciano, “No miras a tus víctimas ni su lugar de descanso” dijo con extraña mezcla de resignación y malicia, Daníel. “La curiosidad es mía por lo que no me afecta. No me esta permitido ese derecho, mi tarea es demasiado pesada para distraerme en esos asuntos” Con la certeza de la inutilidad de combatir espectros cuyas fuerzas probablemente no entendiera, siguió las instrucciones del anciano para perderse en la inmensidad de la energía celestial.
Cuando el segundo trueno resonó en la solitaria sala de biblioteca, su corazón ya se había detenido para siempre.
Fabián Javier Barloco Niño।
16 años, Ados 5º.

La batalla de Baijy.

El Sol salía tímidamente por el horizonte; por kilómetros no se veía nada más que el mar, un mar extremadamente calmo como si ignorará que dentro de algunas horas, varios litros de agua roja le serían añadidos así como miles de kilogramos de piedras de hierro.
En la pequeña isla de Baijy, sus primitivos habitantes sabían que no podrían oponer resistencia a los dos ejércitos invasores que ambicionaban esa estratégica posición que les permitiría invadirse mutuamente; los ejércitos apostados a ambos lados de la costa se preparaban para dirimir el destino de la guerra en esa batalla. La única ventaja de los habitantes era esconderse en la espesa jungla de la isla para defenderse en una guerra de guerrillas sin ninguna, o casi ninguna, posibilidad de éxito.
En el mar, dos bandos se acercaban, el ejército blanco dirigido por su deslumbrante presidente en una enorme galera blanca seguida de otras tres galeras llenas de soldados preparados para abordar a las naves enemigas, aquellas que identificadas con el color negro, se encontraban con su prestigioso emperador en esos imponentes galeones sobrecargados de cañones listos para disparar. Los blancos se dispusieron en una posición donde rodearlos sería fácil, mientras los negros los rodeaban rápidamente.
En el interior de la jungla, los habitantes de Baijy se espantaron al escuchar un sonido parecido a truenos que daban contra árboles. Los cañonazos que recibió la armada blanca que la devastaron, como a su vez la misma armada logró un efecto parecido al ensartar a la flota negra con enormes garfios para mantener las plataformas de abordaje, sonido que en Baijy se interpretaría durante siglos como el de grandes lanzas atravesando troncos.
Los pocos soldados blancos que quedaron, masacraron a los levemente armados, soldados negros, que usaban sus cañones para hacer volar por los aires a sus enemigos, lo que generaba como efecto la destrucción de sus propios barcos. Al final de la batalla, en la jungla de Baijy, todos los que allí estaban escondidos, quedaron estupefactos ante el silencio sepulcral que sobrevino de un segundo a otro.
Ellos lentamente se fueron acercando a las costas de la isla para observar a un Sol caldeado en amarillo y un mar bañado de rojo con grandes rayos marrones como flotando y enormes piedras oscuras, relucientes a la luz solar, y una gran masa de aire gris elevándose.
En esta tarde, sólo ellos, sin dañar a nadie, eran los únicos invictos.

Fabián Javier Barloco Niño.
Ados 5, 16 años.      



Un pedazo de cielo.

En la época donde aún las ciudades se fundaban con nombres sagrados, y nuestras tierras respondían a una corona; un latifundista de tierras realengas, vivía y se enriquecía sin ningún remordimiento de sus impúdicos actos. Su única preocupación al verse marchitado y al tiempo acabándolo sin descanso, era dejar algo en este mundo que hiciera de su nombre, un renombre en los anales que generan los relojes; por cuanto su triste vida sólo transcurrió en el lujo de un terrateniente como muchos cuyas identidades fueron ocultadas por dunas de polvo. 
Llamase al mejor arquitecto de su entorno, cuyo nombre tan desconocido es como el de aquel al que enterrará, para que le diseñase un objeto que habría de perdurar, en la memoria de su pueblo, y de toda la Banda Oriental: una tumba, siguiendo el camino de Mausolo de Caria y de incontables faraones. En pocos meses y en gran secreto, terminada. En pocos meses y en gran gozo, ocupada.
El día del entierro la sensación era la felicidad, el pueblo adoraba a Dios por cuanto se llevó al “Hombre más malo, mezquino y egoísta, vanidoso y codicioso, envidioso y lujurioso; Satán lo ha de esperar, en su regazo se ha de sentar”, tal fue el rezo del párroco que lo condenaba así; la felicidad también era por la revelación de la tumba, tantos meses secreta.
Un esbelto ataúd de madera de roble con cuatro ángeles esculpidos, tan bellos que pareciese que ellos mismos se hubiesen hecho, llevado por cuatro caballos blancos contratados por el finado antes de morir, llegaba en gran pompo y sin lamento; la tela que ocultaba, cómplice, a la tumba, se corrió; la sorpresa y admiración fue total: una miniatura de los muros de El Escorial, más bello y más excelso, de estilos churriguerescos, se hallaba ante el pueblo más humilde, rodeada de lápidas de madera; el barroco de la estructura española se veía modificado sutilmente por el gótico francés, y el sobrio monasterio peninsular cobró forma en la Banda Oriental como una catedral medieval. Tres metros de piedra oscura esculpida y arqueada, daban paso a una escalera, allí una plataforma otorgaba lugar a un recinto custodiado por vitrales bajomedievales que contendrían el ataúd angelical, siendo de una altura de un metro; con sendos portaestandartes con la bandera del imperio cuyo Sol se apagaba día a día en la tormenta de acontecimientos (de uno y otro lado del Atlántico). Sobre este espacio, un domo de tres metros inspirado en la Basílica de San Pedro se alzaba vanaglorioso, donde en su punto extremo yacía una corona, de oro de bajos quilates y fino espesor, suplantando a la cruz que se levantase en Roma. Mirando al este, una inscripción rezaba, desde la mente del arquitecto, el significado del monumento a la Muerte; colocada en letras de fuego para que fuesen observadas por el Sol.  
Finalizadas las pompas fúnebres y la aclamación del pueblo por tan bello monumento, el silencio volvió a reinar en aquel cementerio; por cuanto la vida de este terrateniente poco ameritaba siquiera la lágrima más fingida, su recuerdo se sepultó con él: el mismo párroco pronunció condenándolo: “Sea Lucifer piadoso con su alma, pues Dios no lo será”, a lo que el pueblo contestó con un frío y rutinario: “Amén”.
El arte no se admira en otras épocas que en la paz; y el continente del cambio envío en mil ochocientos once, semillas de sucesos que germinaron en libertad, cultivada en cadáveres y regada con sangre. No hay lugar para el arte en épocas de guerra. El cuerpo de este latifundista todavía no era polvo.
Temblando la corona de esta estatua, el pueblo se mantuvo realista hasta la tardía ocupación artiguista, junto a Montevideo en sus peores horas; los años de guerra dejaron al poblado en la pobreza y al monumento de la Muerte en el olvido. Los luso-brasileños primero, y estos últimos después, adornaron esta estatua con sus colores patrióticos tanto que pareciese que el ataúd se hallase en Río de Janeiro. En mil ochocientos veinte cinco, la ciudad fue una de las primeras liberadas, izándose la celeste, blanca y punzó; en donde otrora se encontrase la fina corona de oro, arrancada en los combates entre el Imperio del Brasil y las tropas de la Cruzada Libertadora, una R de bronce fue esculpida en honor a los nuevos tiempos. Cinco años después fue delante de esta tumba, donde el pueblo uruguayo jurase su Primera Constitución e izase en ella su primer Pabellón Uruguayo donde otrora flameasen las banderas de Castilla.
  Alineada a Montevideo, perdida en la campaña; se vislumbro en el mausoleo de un terrateniente desconocido, la sangre seca de millares de muertos en la pesadilla de las guerras entre uruguayos así como en ella se percibía las divisas del partido que dominará el Uruguay en cada instante mismo. Vitrales rotos, ataúd desaparecido: tal fue es el balance de sus primeros cien años de vida; como celebración de su centenario, alojó en su imponente estructura a los resabios del gauchaje que fue a ella para morir de hambre.
El siglo veinte alumbró en ella un nuevo amanecer, ahora vacía y sin razón de ser, reposase imperturbable entre pobres tumbas deshechas por el exterminador paso, que marcan segundo a segundo, las agujas de los relojes. En estos tiempos, el pueblo comenzó a beneficiarse de la paz interna y adopto como fuente de identidad al mausoleo que durante tantas décadas presidiese el horizonte de este, buscando remendarlo y darle nueva vida; sin embargo la tumba no se reconstruiría ni el ataúd que guardase, volvería dentro de ella.
Rápidamente, los tan alumbrados proyectos con laureles artísticos sobre este monumento, al recuerdo de un hombre que se ha de sentar junto al peor de los demonios y del cual emana el amor popular; comenzaron a rendir frutos pero cayeron como un soplido en los primeros momentos de paroxismo económico en donde la tumba volvió a su rol de albergue, el saqueo volvió a aparecer con sus amplios apetitos y sus guantes de hierro, que destruyen todo sin mostrar la identidad del malhechor. Movimientos obreros, de todo tipo e ideología, realizaban las muestras más despiadadas formas de demagogia popular frente al sepulcro; hablándoles a este, como si allí residiese la verdadera alma de la pequeña e irrelevante ciudad.
La industrialización jamás pasó por aquí, la ignorancia nunca se apartó de sus calles, y el culto alrededor de esta sepultura superaba ampliamente a la adoración a Dios; los intensos problemas sociales también se olvidaron que esta ciudad existía, la tumba se convirtió en fuente de fe y sustento para poblaciones que carecían de motivo para subsistir. Todo plan de renovación murió en un pueblo apiñado a esta cuyo subsistir era aún más miserable que él de aquel sepulcro cuyas paredes, de otrora esculpida piedra, se derruían con el solo pasar del tiempo. Cuando el último ferrocarril se perdió en el horizonte, la gente se fue tras él.
Su bicentenario se celebró en la triste imagen, de un cementerio que devoró a un pueblo condenándolo al silencio como castigo divino a aquellos que su memoria buscaron perpetuar, no por sus buenas acciones en la vida, sino por la riqueza en la muerte. Una catedral gótica del siglo dieciocho reducida a cenizas por los fuegos del siglo veinte: persona alguna recordaba sus vitrales así como al recinto que lo resguardaba, ahora el domo derruido y partido, sus bellos pabellones uruguayos hechos jirones de memoria; la frase escrita, hace tantos años, suena a ironía, cuando enuncia:

“Fuisteis, eres y seréis propiedad para el descanso eterno del hombre al que alojaras, el cual nunca te irán a sacar de tus entrañas. Fuisteis ya en mi mente, eres en la realidad y seréis en la eternidad: un pedazo de cielo”. 
 

Fabián Javier Barloco Niño.
16 años, Ados 5.

La chispa.

La noche caía lentamente sobre la suave hierba a las orillas de la serena corriente de agua. En medio de una oscuridad inigualable, una lluvia furiosa descargaba su ira sobre la tierra mientras que se le impedía al cielo la visión a través de un sólido muro de nubes, sin que una sola brisa osara moverlas. En el ojo de la tormenta, un río discurría placidamente ignorando la tempestad, protegido por leales árboles en sus márgenes que se mantenían firmes en señal de respeto a las serenas corrientes que iban a su lado. La calma perfecta que antecede las grandes tormentas.
Un punto luminoso apareció en el horizonte, un pequeño resplandor de farol que, lentamente, fue cediendo el paso a una lumbrera mayor aunque incapaz de vencer la inmensa oscuridad. Un poderoso barco “El Septentrión”, un magnífico barco mercante diseñado como una obra de arte hecha en cedro, que ocupaba casi la totalidad del río, con un gigantesco dragón en la proa, desde el cual colgaba el enorme farol de bronce, y que en la popa poseía un enorme castillo de tres pisos de roble del cual salían las siete hileras que sostenían trescientos sesenta y cuatro descomunales faroles; mientras que su interior, albergaba espaciosas bodegas que salvarían del hambre a los pueblos asediados por las bestias. El barco compartía el aspecto fantasmagórico del terreno, pero ambos mentían y su capitán, Horace de Ruyter, lo sabía.
La chispa se encendió con facilidad en las sogas escondidas por la complicidad de árboles dormidos, despertándolos con llamas que desafiaban la propia tempestad llegando a grandes alturas. En segundos, la chispa llegó a su objetivo: gigantescos barriles de pólvora que arrojaron el bosque en llamas sobre el río, cayendo con el estruendo de una emboscada. El responsable era el mismo que desde hace décadas: los Hombres del Bosque, confederación de desposeídos que se entregaban al hurto para sobrevivir y al saqueo para satisfacer sus ansias de sangre e Igualdad, generando hambre en los pueblos y temor en los mejores oficiales; pero Ruyter jamás siente temor.
El barco inmediatamente mostró la artillería camuflada en la cubierta haciendo saltar en pedazos a los árboles que venían a destruirla, no pudiendo evitar que este se detuviera tras el impacto con los troncos que evitaban el fluir del agua; único motor cuando la naturaleza no proporciona el viento para impulsar sus tres gigantescos mástiles. La artillería tomo la palabra una vez más, sin que esto evitara el abordaje de estas bestias bípedas aunque fuera bajo la lluvia del cadáver de sus propios compañeros. Rápidamente la cubierta quedo tomada y la estrategia siguió su curso: desde el castillo de popa se soltaron las cuerdas de los faroles, incendiando la cubierta con miles de los Hombres del Bosque y algunos de sus propios sujetos; la ola de destrucción alcanzó el hermoso dragón que se vio obligado a soltar su farol sobre los troncos que impedían el paso, incendiándolos a su vez. La cubierta pronto le dio el lugar a la verdadera y el dragón empezó a mostrar su auténtico material: Plata. La emboscada la había hecho el barco; los troncos capitularon y el agua comprimida, de varias horas de lluvia, reinició el avance.
Fracasado el hurto, entra la política del saqueo. Nuevamente el bosque despertó con el calor del infierno, provocando que los árboles dañados por la explosión y el primer incendio cayeran, aumentando la tensión de un agua que comenzaba a sublevarse contra el barco opresor, acompañados de una lluvia de flechas ardientes que dieron en el blanco: la Fortaleza de Ruyter, el lugar donde todo fue planeado. La artillería respondió varias veces logrando su propia aniquilación ante el enfurecido bosque, mientras que el agua se elevaba para inundar la oleada insurgente acabando así con el ejército de bandoleros; la batalla acabó, la emboscada fracasó.
Horas después, en medio de un cielo caldeado en azul y con un Sol en la cúspide de su poder; el pueblo vio llegar a un ennegrecido fantasma conducido por corrientes revueltas provocadas por un agua que se esforzaba en retornar a su habitual serenidad. Los restos del barco fueron amarrados y rápidamente inspeccionados: el castillo apenas se mantenía, su cubierta estaba chamuscada aunque aún se podían percibir los restos de la falsa, sus bodegas languidecían sin rastro alguno de alimento.
En la noche, las provisiones fueron halladas, gracias al brillo de la Luna sobre un metal de su mismo color. El plan de Ruyter ha funcionado, de su sistema de engaños nadie se ha salvado.

Fabián Javier Barloco Niño.
16 años, Ados 5.