domingo, 1 de enero de 2012

Un pedazo de cielo.

En la época donde aún las ciudades se fundaban con nombres sagrados, y nuestras tierras respondían a una corona; un latifundista de tierras realengas, vivía y se enriquecía sin ningún remordimiento de sus impúdicos actos. Su única preocupación al verse marchitado y al tiempo acabándolo sin descanso, era dejar algo en este mundo que hiciera de su nombre, un renombre en los anales que generan los relojes; por cuanto su triste vida sólo transcurrió en el lujo de un terrateniente como muchos cuyas identidades fueron ocultadas por dunas de polvo. 
Llamase al mejor arquitecto de su entorno, cuyo nombre tan desconocido es como el de aquel al que enterrará, para que le diseñase un objeto que habría de perdurar, en la memoria de su pueblo, y de toda la Banda Oriental: una tumba, siguiendo el camino de Mausolo de Caria y de incontables faraones. En pocos meses y en gran secreto, terminada. En pocos meses y en gran gozo, ocupada.
El día del entierro la sensación era la felicidad, el pueblo adoraba a Dios por cuanto se llevó al “Hombre más malo, mezquino y egoísta, vanidoso y codicioso, envidioso y lujurioso; Satán lo ha de esperar, en su regazo se ha de sentar”, tal fue el rezo del párroco que lo condenaba así; la felicidad también era por la revelación de la tumba, tantos meses secreta.
Un esbelto ataúd de madera de roble con cuatro ángeles esculpidos, tan bellos que pareciese que ellos mismos se hubiesen hecho, llevado por cuatro caballos blancos contratados por el finado antes de morir, llegaba en gran pompo y sin lamento; la tela que ocultaba, cómplice, a la tumba, se corrió; la sorpresa y admiración fue total: una miniatura de los muros de El Escorial, más bello y más excelso, de estilos churriguerescos, se hallaba ante el pueblo más humilde, rodeada de lápidas de madera; el barroco de la estructura española se veía modificado sutilmente por el gótico francés, y el sobrio monasterio peninsular cobró forma en la Banda Oriental como una catedral medieval. Tres metros de piedra oscura esculpida y arqueada, daban paso a una escalera, allí una plataforma otorgaba lugar a un recinto custodiado por vitrales bajomedievales que contendrían el ataúd angelical, siendo de una altura de un metro; con sendos portaestandartes con la bandera del imperio cuyo Sol se apagaba día a día en la tormenta de acontecimientos (de uno y otro lado del Atlántico). Sobre este espacio, un domo de tres metros inspirado en la Basílica de San Pedro se alzaba vanaglorioso, donde en su punto extremo yacía una corona, de oro de bajos quilates y fino espesor, suplantando a la cruz que se levantase en Roma. Mirando al este, una inscripción rezaba, desde la mente del arquitecto, el significado del monumento a la Muerte; colocada en letras de fuego para que fuesen observadas por el Sol.  
Finalizadas las pompas fúnebres y la aclamación del pueblo por tan bello monumento, el silencio volvió a reinar en aquel cementerio; por cuanto la vida de este terrateniente poco ameritaba siquiera la lágrima más fingida, su recuerdo se sepultó con él: el mismo párroco pronunció condenándolo: “Sea Lucifer piadoso con su alma, pues Dios no lo será”, a lo que el pueblo contestó con un frío y rutinario: “Amén”.
El arte no se admira en otras épocas que en la paz; y el continente del cambio envío en mil ochocientos once, semillas de sucesos que germinaron en libertad, cultivada en cadáveres y regada con sangre. No hay lugar para el arte en épocas de guerra. El cuerpo de este latifundista todavía no era polvo.
Temblando la corona de esta estatua, el pueblo se mantuvo realista hasta la tardía ocupación artiguista, junto a Montevideo en sus peores horas; los años de guerra dejaron al poblado en la pobreza y al monumento de la Muerte en el olvido. Los luso-brasileños primero, y estos últimos después, adornaron esta estatua con sus colores patrióticos tanto que pareciese que el ataúd se hallase en Río de Janeiro. En mil ochocientos veinte cinco, la ciudad fue una de las primeras liberadas, izándose la celeste, blanca y punzó; en donde otrora se encontrase la fina corona de oro, arrancada en los combates entre el Imperio del Brasil y las tropas de la Cruzada Libertadora, una R de bronce fue esculpida en honor a los nuevos tiempos. Cinco años después fue delante de esta tumba, donde el pueblo uruguayo jurase su Primera Constitución e izase en ella su primer Pabellón Uruguayo donde otrora flameasen las banderas de Castilla.
  Alineada a Montevideo, perdida en la campaña; se vislumbro en el mausoleo de un terrateniente desconocido, la sangre seca de millares de muertos en la pesadilla de las guerras entre uruguayos así como en ella se percibía las divisas del partido que dominará el Uruguay en cada instante mismo. Vitrales rotos, ataúd desaparecido: tal fue es el balance de sus primeros cien años de vida; como celebración de su centenario, alojó en su imponente estructura a los resabios del gauchaje que fue a ella para morir de hambre.
El siglo veinte alumbró en ella un nuevo amanecer, ahora vacía y sin razón de ser, reposase imperturbable entre pobres tumbas deshechas por el exterminador paso, que marcan segundo a segundo, las agujas de los relojes. En estos tiempos, el pueblo comenzó a beneficiarse de la paz interna y adopto como fuente de identidad al mausoleo que durante tantas décadas presidiese el horizonte de este, buscando remendarlo y darle nueva vida; sin embargo la tumba no se reconstruiría ni el ataúd que guardase, volvería dentro de ella.
Rápidamente, los tan alumbrados proyectos con laureles artísticos sobre este monumento, al recuerdo de un hombre que se ha de sentar junto al peor de los demonios y del cual emana el amor popular; comenzaron a rendir frutos pero cayeron como un soplido en los primeros momentos de paroxismo económico en donde la tumba volvió a su rol de albergue, el saqueo volvió a aparecer con sus amplios apetitos y sus guantes de hierro, que destruyen todo sin mostrar la identidad del malhechor. Movimientos obreros, de todo tipo e ideología, realizaban las muestras más despiadadas formas de demagogia popular frente al sepulcro; hablándoles a este, como si allí residiese la verdadera alma de la pequeña e irrelevante ciudad.
La industrialización jamás pasó por aquí, la ignorancia nunca se apartó de sus calles, y el culto alrededor de esta sepultura superaba ampliamente a la adoración a Dios; los intensos problemas sociales también se olvidaron que esta ciudad existía, la tumba se convirtió en fuente de fe y sustento para poblaciones que carecían de motivo para subsistir. Todo plan de renovación murió en un pueblo apiñado a esta cuyo subsistir era aún más miserable que él de aquel sepulcro cuyas paredes, de otrora esculpida piedra, se derruían con el solo pasar del tiempo. Cuando el último ferrocarril se perdió en el horizonte, la gente se fue tras él.
Su bicentenario se celebró en la triste imagen, de un cementerio que devoró a un pueblo condenándolo al silencio como castigo divino a aquellos que su memoria buscaron perpetuar, no por sus buenas acciones en la vida, sino por la riqueza en la muerte. Una catedral gótica del siglo dieciocho reducida a cenizas por los fuegos del siglo veinte: persona alguna recordaba sus vitrales así como al recinto que lo resguardaba, ahora el domo derruido y partido, sus bellos pabellones uruguayos hechos jirones de memoria; la frase escrita, hace tantos años, suena a ironía, cuando enuncia:

“Fuisteis, eres y seréis propiedad para el descanso eterno del hombre al que alojaras, el cual nunca te irán a sacar de tus entrañas. Fuisteis ya en mi mente, eres en la realidad y seréis en la eternidad: un pedazo de cielo”. 
 

Fabián Javier Barloco Niño.
16 años, Ados 5.

No hay comentarios:

Publicar un comentario